14 jul 2009

La luz prestada

"Un aplauso para el labrador!" Agitó Rodolfito con vos pastosa. "Y un tortazo para el dueño", le tiró Omar, desde la silla mesedora. Qué agrio es todo, no? Me dije por dentro, antes de que se me escapara una risita de compromiso. En realidad siempre era así. Pasar las fiestas en la casa de los Doménico tenía ese sabor rancio, como si algo sobrara, como si alguien estuviese invitado sin querer. Ese año fui yo. De eso estoy seguro. La mamá de mi amigo, Fabricio Doménico me dijo cuando llegué que trate de no pisar el pasto porque recién lo ponían. Fue así que no salí al jardín mas que para mostrar mi falso entusiasmo por las bengalas y esas cosas. No es que no me gusten, pero una vez me quemé y como dicen, después ves la vaca y te largas a llorar. Entonces pasé unas fiestas raras, como angustiado, incómodo. Cuando brindamos me acordé de mi familia y me di cuenta que estar lejos no está tan bueno. Y al final la culpa no fue de la distancia; fue de los Doménico. Porque ellos son muchos pero todos iguales, incluso mi amigo, que cuanto más grande se puso más gordo, angurriento y mal tipo. Me contó esa noche que su prima iba a venir, que le faltaba un dedo de la mano izquierda y que además era lesbiana. Como si con eso negara que siempre estuvo enamorado de ella. Pero Laurita nada. Ni una palabra de simpatía le regaló. Y yo que no dejaba de mirarle las manos. Lo odio. A veces creo que lo odio y que de ese odio va a nacer algo terrible. Pero no puedo hacer nada. La familia de mi amigo nunca fue como mi familia, en el sentido de que nunca los sentí parte de mí y ellos nunca quisieron que sea parte tampoco. Pero cuando le dije a Fabricio que me venía a vivir a Buenos Aires me invitó y la verdad me venía bien ahorrarme el alquiler y después no tenía opción. Y después no me dejaban irme. Pero ellos querían que estuviera ahí. No estaban felices conmigo pero me querían ahí, no sé. Mi amigo está cada vez más raro. Ahora que estoy escribiendo me espía por la cerradura; lo estoy viendo pero él no se da cuenta. Está cada vez más metido en su estudio. Fabricio tiene un año más que yo pero repitió y por eso os conocimos. Hizo la primaria en una escuela cerca de la mía y como se portaba mal lo echaron y cayó en el Elizalde, de ahí a séptimo de mi escuela y al final mi mamá le dijo a su mamá que una escuela técnica era lo mejor y fuimos los dos a parar al Beltran. Cuando terminé me fui a Mar del Plata porque mi papá tenía un laburo importante allá y nos fuimos todos. Mi abuela también, inclusive mi tía con mi primo Ignacio. Ahora que estoy acá, ya hace tres navidades me doy cuenta de todo lo que extraño. Pero no tanto la playa, ni los amigos, ni siquiera extraño a mi familia como deben creer; extraño estar solo. Lo que pasa acá en Buenos Aires es que siempre estás con gente y al mismo tiempo no estás con nadie. Así dicen, pero a mi me pasa otra cosa. Yo siento que nunca puedo estar solo, así completamente solo. Los Doménico me hicieron de la familia con la tradición. Me llenaron de hábitos que no quiero y me miran por arriba si no demuestro lo interesado que estoy en la vida de ellos. Fabricio tiene la costumbre de entrar mientras me baño a buscar cosas al mueble que está debajo del lavatorio y sin querer me dan ganas de gritarle, de decirle que se vaya y que cierre con llave y me deje ahí. Está haciéndose algo acá que no puedo medir. Ahora me está espiando. Van a ser las nueve y ya vamos a comer.